Evergreen School

 

El cerebro infantil no necesita hiperestimulación ni acceso ilimitado a contenidos. Necesita juego libre, movimiento, silencio, naturaleza, preguntas sin respuestas inmediatas, y, sobre todo, adultos presentes que lo acompañen.

 

Cerebros felices: cuidar la infancia en la era de las pantallas

Carmen Díaz, directora general.

Cada 22 de julio, el Día Mundial del Cerebro nos recuerda que este órgano, complejo y poderoso, es la base de lo que somos: de nuestra memoria, nuestras emociones, nuestras decisiones y aprendizajes. Pero hoy quiero invitar a una reflexión sobre su desarrollo durante la infancia. En esta etapa, el cerebro vive una extraordinaria sensibilidad. Lo que siente y lo que aprende en esos primeros años deja huellas profundas que lo moldean para toda la vida.

Imagen de referencia – uso libre

Por eso nuestro compromiso, más que nunca, quienes educamos, es cuidar no solo lo que entra al cerebro, sino también cómo entra, desde qué tipo de experiencias y con qué intención. En un mundo atravesado por la tecnología y la inmediatez, vale la pena preguntarnos: ¿Cómo está creciendo el cerebro de nuestros niños? ¿Qué tipo de estímulos están recibiendo? ¿Qué lugar ocupan las pantallas en su desarrollo? Y, sobre todo, ¿qué necesitan sus cerebros para florecer?

En “La Generación Ansiosa”, Jonathan Haidt advierte que a partir del auge del smartphone, aproximadamente desde 2012, hemos asistido a una transformación silenciosa y profunda en la forma como los niños y adolescentes experimentan el mundo. La infancia ha pasado de ser una etapa llena de juego, contacto con otros y exploración física, a convertirse en una vida orientada a las pantallas, marcada por la comparación social, la hiperconexión digital y el aislamiento físico. Esto, según Haidt, ha traído consigo una preocupante epidemia de ansiedad, depresión y dificultades emocionales.

Numerosos estudios científicos respaldan esta preocupación: el uso excesivo de pantallas en edades tempranas puede afectar la atención sostenida, el desarrollo del lenguaje, el sueño, la regulación emocional e incluso la construcción de identidad. Pero más allá de los efectos clínicos, como educadores vemos una señal más sutil pero igual de preocupante: cuando las pantallas reemplazan el juego, el vínculo o la conversación, se debilita la experiencia humana que nutre el pensamiento, la creatividad y la empatía.

El cerebro infantil no necesita hiperestimulación ni acceso ilimitado a contenidos. Necesita juego libre, movimiento, silencio, naturaleza, preguntas sin respuestas inmediatas, y, sobre todo, adultos presentes que lo acompañen. Como bien señala Haidt, “los niños necesitan una infancia basada en el mundo real, no en el mundo virtual”. Es en el aburrimiento donde el cerebro se activa, se vuelve creativo, se pregunta, se mueve, inventa. Por eso es tan importante que familias y escuelas ofrezcamos espacios donde el aburrimiento no se vea como un fallo, sino como una puerta a la imaginación y al desarrollo.

Y también necesita felicidad. Las emociones positivas no son un premio superficial: son activadoras naturales de regiones cerebrales que favorecen el aprendizaje, la memoria, la empatía y la toma de decisiones. Cuando un niño se siente seguro, valorado y amado, su cerebro responde con apertura, flexibilidad y deseo de aprender. En Evergreen School, entendemos la felicidad no como un estado idealizado, sino como una condición de bienestar real que permite a nuestros estudiantes desarrollar su máximo potencial, fortaleciendo su autorrealización y autogestión.

Por eso, hablar del cerebro es también hablar de cómo educamos. De cómo diseñamos experiencias que respetan los ritmos infantiles. De cómo preferimos el asombro a la repetición, la curiosidad a la obediencia ciega, la presencia a la sobreestimulación. En cada clase, cada conversación, cada juego, acompañamos una arquitectura delicada e invisible: la del cerebro en formación.

Hoy más que nunca, educar implica tomar decisiones valientes. Y una de ellas es poner límites al uso de las pantallas. No desde el miedo ni la culpa, sino desde el amor, la conciencia y el compromiso con una infancia plena. Invito a nuestras familias a dejar espacio para el aburrimiento compartido, para que sus hijos digan: “¿Papá/mamá, y si vamos al parque?”, “¿y si leemos algo juntos?”, “¿y si pintamos, cocinamos, bordamos?”… Porque cuando un niño tiene tiempo para ensuciarse, equivocarse, construir e imaginar, está entrenando su mente para la vida.

En este Día Mundial del Cerebro, invito a mirar con atención y con afecto crítico los hábitos digitales en casa. A reconectar con lo esencial: con el tiempo compartido, con las historias al oído, con el silencio que permite pensar, con la risa que no se graba. Cuidar el cerebro de nuestros niños es cuidar su bienestar presente y su desarrollo futuro.

Porque un cerebro feliz no solo aprende mejor: también ama, sueña, crea y transforma.

“Juntos podemos construir un mundo mejor para nuestros hijos. Un mundo más real, más humano y lleno de experiencias que los hagan florecer.” (Jonathan Haidt, La Generación Ansiosa)